Texto del catalogo de la muestra PANORÁMICA, Museo E. Caraffa, Córdoba, Julio-Agosto 2014.
Por Demian Orosz
Fuera de serie
A Tulio Romano nunca le gustó demasiado andar buscando títulos para sus obras. Es una tarea que ejecuta a medias entre la resignación y el desgano, cuando el trabajo está listo o falta muy poco, y de ese modo muchas de sus piezas logran hacerse con nombres que le conceden al espectador un hilo de relato, un principio del cuento allí donde el artista en verdad nunca deja de ver volúmenes, tensiones, equilibrios o fisuras que no tendrían por qué enredarse en una narración. Sin embargo, hay una altísima efectividad, un cruce en ocasiones perfecto entre materia y nombre. Quizás Tulio no sufre tanto poniendo títulos. O quizá debería pensarse que es un buen contador de historias a pesar suyo. Petiso delator (1985) y Romántico (1987), tallas en madera que abren esta “Panorámica”, son dos obras bien tempranas que incorporan toques y zonas de color que delatan los inicios del artista como pintor. Todavía no están ejecutando proezas físicas ni están congeladas en el esfuerzo que le otorga un grado de comicidad a las aventuras humanas, dos elementos que caracterizarán a buena parte de sus personajes, pero ambas piezas revelan ya algunos componentes claves en el ADN escultórico que impulsó una larga etapa de su producción: la resolución cruda, que deja que la mirada se trabe en las rugosidades o se caiga en una grieta (de modo que el ilusionismo no pueda ser perfecto y deba medirse con el material que le dice: no olvides que esto es un pedazo de madera), y la recurrente aparición de la figura humana plasmada en monigotes que recuerdan a los juguetes de madera o los muñecos que absorbieron nuestras primeras emociones. Pero eso es apenas el comienzo. Con rasgos bien firmes, como un humor irremediablemente sutil, el guiño a la inteligencia sin alardes, truculencias ni provocaciones, así como el absurdo elegante y un dramatismo presente pero en general desactivado por una pizca de ridículo, la obra de Tulio Romano se ha mostrado polisémica, mutante, sometida a metamorfosis siempre simpáticas. Lo que en algún momento pudo haber parecido un lenguaje completo y un repertorio ya establecido (atletas, luchadores, corredores, seres comprometidos en acciones bellas e inútiles) proliferó con una frescura inaudita y progresó mediante caprichos hasta llegar a piezas en estado de gracia como Lombriz (2003) y Remolino (2003), dos demostraciones de que es posible dibujar en el aire. Quizá es la ausencia rotunda de series, la construcción de obra pieza por pieza, lo que le permite a Tulio Romano moverse con tanta libertad desde figuras que aprovechan la fuerza expresiva de las tallas primitivas hasta obras de factura minimalista. Y lograr síntesis asombrosas. Dormido (2007), por ejemplo, es una talla y ensamble de formas puras, limpias, que podría ilustrar un tratado zen sobre los principios del equilibrio imposible y que al mismo tiempo comunica una ternura que desarma y hasta provoca reflejos corporales: el de imitarla en una manera de reposo tan perfecta o el de hablar en voz baja para que no despierte lo que sea que duerme en esa criatura de madera.
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